jueves, 17 de enero de 2008

Un cuentito: Villa Chiquita...

Había una vez, como comienzan todos los cuentos, que hubo y no hubo, que fue y no fue, y que nadie sabe y no sabe que pasó.

Érase un pueblo, llamado Villa Chiquita, un pueblo de una plaza, de una iglesia, de un hospital, de una alcaldía.

En Villa Chiquita había calor, mucho calor, y cuando había mucho fresco decían que pronto la lluvia llegaría al pueblo de al lado y se devolvía, casi nunca seguía para Villa Chiquita.

Allí disfruté todas mis vacaciones de la infancia, de muy pequeña iba yo a casa de unas dos tías, dos mundos diferentes, una de ellas tenía una gran casona, donde llegábamos, en el centro había un hermoso jardín. La otra vivía en otra parte de la ciudad, donde no mucha gente conoce, donde la pobreza es solo cuestión de dinero, con el Alma grande y el Espíritu puro e inocente.

Les voy a contar de las dos.
La tía del otro lado de la ciudad: era muy pobre económicamente, su casita, con paredes de bahareque, tenía techo de zinc, un bañito muy pequeño, que cuando te bañabas por el calor, salías igualito de sudado porque el zinc te calentaba. Así de pequeñito era el baño. La sala, ah, eso era otra cosa, en la sala habían chinchorros colgados de sendos troncos de árboles que sostenían el zinc, en los que pasábamos la hora del burro, allí nos dormíamos y la abuela Tacha nos abanicaba para que no nos picaran los moscos y dejara de fastidiar a los loros.

La hora del burro, eran entre las 12m y las 3 pm porque a esa hora el calor era tan grande que nadie salía a la calle a caminar, y el burro como perezoso era un modelo a seguir en esos horarios de la tarde, las hojitas secas eran lo único que se veía pasar por las calles solitarias y la gente dormía por el sopor de agosto

Había varios loros verdecitos cabeza negra, de esos que llaman cara sucia, y tres cotorras de colores rojos, y verdes, todas libres aunque se iban a dormir en una jaula grandota. Lo que más me gustaba era el patio, era de tierra, en la ciudad no teníamos oportunidad de jugar con tierra, y terminábamos marroncitos.

En ese patio había un gallinero, y me dejaban recoger los huevos en una cesta para venderlos en la bodeguita. Tenía yo como tres años cuando eso, y lo temible era, que al salir del gallinero, tenía que pegar una carrera porque un chivato cuidaba la parte de afuera, y todo en equilibrio para que no se me cayeran los huevos, era toda una odisea a mis tres años, y me inventaba una historia con el fulano chivo, de esas de superhéroe que salvó los huevos del chivo.

Allí teníamos un primo grande, que tenía una moto que se compró vendiendo lotería, y nos daba una vueltita en la calle. De eso no podía enterarse nadie, porque el zaperoco que le armaban por peligroso que era montar a una niñita en esa moto… era nuestro secreto…

Cuando al fin la lluvia decidía llegar a Villa Chiquita, entonces gozábamos un puyero, porque nos podíamos bañar en los chorros que el techo de zinc dejaba caer. Nos bañábamos desnuditos, a esa edad, la vergüenza no existe y se comparte la lluvia… y era lluvia señores, con truenos y demás yerbas… aun recuerdo la risa confundida con la música del palo de agua sobre el zinc, y el olor a tierra mojada…

Llegue a vender caramelos en la bodeguita de mi tía, con ellas aprendí el valor de los centavitos, las puyas como le decíamos antes y como recompensa, almorzaba caraotas con suero, migas de arepa con queso rallado y tajadas, todo junto, no recuerdo si había más platos.

Caminé muchas veces junto a mi abuela en las procesiones de semana santa, y nos amenazaban con que el diablo andaba suelto para que no nos perdiéramos, y de verdad como folklore del pueblo, es la única ciudad que yo sepa, donde sé que sueltan al diablo, y luego se entrega en la iglesia. Siempre quise andar con una vela prendida en las procesiones por si acaso aparecía por ahi, lo bueno era que me dejaban, y aun hoy encender velitas es un ritual en mi vida… porsia...

Cuando llegaba el final de las vacaciones, recogía unas piedritas, que conservaba en la Gran Ciudad, para que no se me olvidara la tierra, me traía una pluma, para que no se me olvidaran los gallos, y me regalaron un lorito cara sucia, que luego parece que se lo comió el perro de otra de mis tías, y me dijeron que se había caído en el sumidero y se ahogo. Siempre sospeche de ese perro. Pero también pensaba en lo que sufrió el lorito cuando se cayó en el agua y se fue por el bajante… Cómo lloré mi pollito, lloraba por aquello que me pertenecía en el corazón…

Así pasó el tiempo y cuando crecí, ya los loros no me llamaban la atención, el chivato no era tan grande como parecía, y ya no me asustaba, entonces me aburría, y mi mamá decidió mandarme a que la otra tía.

La Tía de la casona. Ya tenía yo trece años, y descubrí que otro mundo existía, allí habían primos que como yo estaban crecidos, comencé a conocer amigos y amigas de mis primos. Fui a mi primera fiesta con discoteca y luces fosforescentes, la música que recuerdo era Bajando por el río y Epitafio, dos canciones que por lo largas, había que seleccionar bien a quien aceptábamos para bailar y aceptar al que uno le gustaba, porque si no, había que excusarse con el cansancio y esconderse por un rato.

Allí conocí al primer chico que me gustó, y a lo más que llegamos fue a un agarrón de manos, creo que a ambos hasta eso nos daba susto a esa edad.

Llegué a mis 15, y entonces tuve autorización solo en Villa Chiquita para salir a las discotecas, el ktuk, los Indios, y otros nombres eran divertidísimos. A los 15 recibí mi primera propuesta de matrimonio, de un amigo de mi primo, pero no estaba yo en eso, yo pensaba en divertirme… y así lo hice…luego me enteré que murió joven.

En las noches nos sentábamos en los portones, a "echar" cuentos de muertos y de la llorona, hasta que terminábamos asustándonos unos a otros. Y cuando la cosa se ponía buena, íbamos a dar serenatas por todo el pueblo. Teníamos un amigo cantante, que tocaba guitarra, como muchos en Villa Chiquita, eran músicos, y así amanecíamos con los primeros rayos del Sol que esperábamos porque era todo un espectáculo, los colores del cielo.

Recibí serenatas bajo el pretil de la ventana del cuarto de mi prima, una de las que recuerdo, era esa canción de Alí Primera que se llama “amor en tres tiempos”…

Un día conocí a un extranjero en una fiesta, sus ojos me impactaron, me sentí primavera porque en la fiesta se fijó en mí, las amigas de mis primas me querían desaparecer, pues ellas también se fijaron en el extranjero… no duró mucho, se fue a estudiar fuera de Villa Chiquita, y más nunca supe de él, yo tampoco volví a Villa Chiquita desde ese entonces, me dejé llevar por las circunstancias de la vida, La Gran Ciudad me atrapó con sus hechizos de Luna Nueva, y guardé en un cofre dorado que aún conservo, todos mis recuerdos.

Villa Chiquita es aún la ciudad que me da fuerzas en mis momentos de remembranzas de un pasado hermoso, divertido y alegre, y me sirve aún para tomar de mis ancestros la vida para vivir y disfrutar de los tiempos menos agraciados. Todos ellos fueron mi “otra familia”, la familia que elegí entre extraños. Hermanos del Alma que la vida nos puso y nos separó, hoy lejanos en el tiempo que implacable pasa y nos golpea los recuerdos…

Luego en la Gran Ciudad, me casé con un Musiú al que no le gustó Villa Chiquita…

Hace poco pasé cerquita, quise entrar y no pude, los cardones y las tunas fueron la llave para que escribiera este cuento...

A muuuundo Carora… de mis amores viejos… ésta va por ti y para ti mamá. Carora eres tu.
Gracias por la vida que me diste!!!
Te prometo que lo poco o mucho que me quede de vida, lo voy a disfrutar.

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